miércoles, 31 de marzo de 2010

ÚLTIMA ENTRADA

Estimados alumnos:
Dado que en la última reunión faltaron algunos grupos, reitero lo que allí se dijo.
- Los debates tendrán lugar el lunes y martes a partir del recreo.
- El lunes durante el recreo se celebrará el sorteo tanto del orden de los debates como de los grupos que se enfrentan.En el supuesto de que los grupos sean impares, se decidirá por sorteo el que pasa a la siguiente fase de forma automática.
- En la primera fase resultarán ganadores los grupos que mayor puntuación hayan obtenido de entre todos los debates. En las siguientes, cada debate será eliminatorio.
- Los premios se entregarán inmediatamente después de concluir el debate final.
...Y no me queda más que deciros que estoy convencido de que una vez finalizada vuestra participación vamos a saber mucho más sobre si ha habido o no progreso moral. !Ánimo!.
............................................................................
En esta última entrada os reproduzco un capítulo de un libro titulado "Luces en la ciudad democrática", su autor es Reyes Mate.

CRIMEN CONTRA LA HUMANIDAD
Jorge Luis Borges, en el relato Deutches Requiem, habla de un oficial nazi, Otto Dietrich zur Linde, que va a ser ejecutado a la mañana siguiente. Durante la vigilia, repasa su vida y no puede más que sentirse orgulloso de ella. Apostó por el nuevo hombre hitleriano y en ello puso todo su empeño. "El nazismo intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestirse de nuevo", declara a modo de principio filosófico. Sólo descubre una mancha en su inmaculado expediente, mancha que no pasó de una tentación a la que afortunadamente supo resistir. Fue una noche cuando compareció ante él un anciano, poeta por más señas, que respiraba bondad por los cuatro costados. Se llamaba David Jerusalem. "Fui severo con él", confiesa, "no permití que me ablandara ni la compasión ni su gloria". Está evocando el momento de debilidad, cuando tuvo la tentación de perdonarle la vida. Esa fue la tentación que superó bravamente ordenando su destrucción. "Ignoro", se dice en este momento solemne, "si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada forma de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable".
Tenía que matar la compasión que empezaba a renacer en él. No se mata impúnemente. El crimen deshumaniza al criminal. Los nazis lo sabían bien, por eso sometían a sus cachorros a una "cura de in-humanidad" con el fin de despojarlos de todo rastro de humanidad y de hacerlos aptos para las tareas genocidas que se esperaba de ellos. Cuando Hitler expone el programa educativo que tiene que recorrer el "hombre nuevo" del nazismo, no tiene empacho en desvelar el precio que tendrán que pagar: "Estos", dice, "no volverán a ser libres para el resto de sus vidas". El crimen insensibiliza una parte de la humanidad del verdugo y de aquellos que lo jalean o se muestran indiferentes.
Para caracterizar el horror del proyecto nazi de exterminio, hasta entonces desconocido, los juristas tuvieron que inventar una nueva figura jurídica, la de "crimen contra la humanidad". Es una formulación muy severa si nos fijamos bien en ella porque ese crimen afecta a la humanidad en su sentido biológico, pero también en un sentido moral.
"Crimen contra la humanidad" significa, en efecto, genocidio, es decir, atentado contra la integridad física del género humano. El hitlerismo perseguía con el proyecto de exterminio del pueblo judío privar al frondoso árbol de la especie humana de una de sus ramas, la representada por el pueblo judío.
Pero "crimen contra la humanidad" también significa algo más: atentar contra la humanización del hombre. El ser humano ha hecho esfuerzos ingentes, a lo largo de eso que llamamos proceso civilizatorio, para liberarse de la animalidad en sus comportamientos. Eso que en nuestra cultura llamamos "política", "moral", "ciencia" o "estética" son la expresión humana de esa lucha por dar una base racional a la convivencia y por hacer la estancia en este mundo más feliz. Bueno, pues el "crimen contra la humanidad" también tiene en el punto de mira sabotear ese proceso como si molestara el tipo de hombre por el que la humanidad ha luchado. Sabemos que los líderes nazis escribían las palabras "hombre", "humanidad", "humano", así, entre comillas o corchetes, como si no se fiaran y quisieran someter esos términos sospechosos a vigilancia.
Alguien ha dicho que en los campos de exterminio no sólo murió el judío sino también el hombre, es decir, algo de la humanidad del hombre. En el relato de Borges se habla del asesinato de la compasión, pero no sólo en los verdugos, también en la mayor parte de los europeos que miraron con indiferencia lo que estaba ocurriendo. Nueve de cada diez europeos miraron hacia otro lado. Un superviviente del gheto de Varsovia llegó a escribir en sus memorias:"Indiferencia y crimen es lo mismo". Y los filósofos Adorno y Horkheimer apuntaron en la misma dirección:"La frialdad, ese principio de la subjetividad burguesa sin el que Auschwitz no hubiera sido posible". Otra pérdida que hay que constatar es la de la memoria. El pueblo judío es el pueblo de la memoria, de ahí que debamos sospechar de la humanidad ha perdido en el Holocausto su capacidad de recordar. Habrá que preguntarse si no nos pasa lo que al pueblo de Macondo en Cien años de soledad: que padecemos la peste del olvido y de ahí que nos cueste tanto recordar a las víctimas que produce la marcha triunfal de la historia.

miércoles, 24 de marzo de 2010

LA COMUNIDAD ANTE EL PROGRESO

En el último número (marzo de 2010) de la revista Claves De La Razón Práctica, F. Savater firma un artículo con este título. El autor es conocido por los alumnos que han estudiado la asignatura de Ética de 4º curso con su libro “Ética para Amador”. Savater es una de esas pocas personas consecuentes con sus ideas. Podría haber vivido cómodamente sin más desasosiego del que pueda producir su profesión de docente. Y sin embargo prefirió no callar ante la barbarie terrorista ni el irracionalismo nacionalista. A causa de ello, tiene que andarse con mucho cuidado cuando va a su tierra natal. Os hago un resume.

“Lo único que está claro es que hoy el progreso ya no es lo que era... Hoy nadie niega que haya progreso técnico o que “las ciencias adelantan
que es una barbaridad”, como decía la antigua tonada, pero pocos consideran esos avances como una evidencia redentora. Más bien al contrario, se los ve como fuentes de nuevos peligros en un mundo ya expoliado y contaminado, o en unas vidas -las nuestras cotidianas- sometidas al estrés consumista de correr incesantemente tras los últimos aparatos que deberían ayudarnos a vivir y en cambio se convierten en una tiránica fuente de agobio...
Parece evidente que todas las mejoras de algunos se han pagado a un altísimo precio y que los valores humanitarios o humanitaristas no han avanzado de una manera tan clara como otras consideraciones materiales. ¿O no es así? ¿No será este escrúpulo, precisamente, este íntimo asco a sentirnos mejores moralmente que otros mientras queden tantas miserias por remediar, esta imposibilidad de gozar con buena conciencia, lo más parecido a un progreso moral que haya habido en nuestra época?
Pero es que además pueden señalarse retrocesos concretos y comprobables en determinados campos relacionados con la moralidad social y sencillamente con las libertades públicas... Como ejemplo destacado John Gray propone con buenas y agobiantes razones el caso de la tortura. No es un ejemplo menor, porque la lucha contra el tormento fue uno de los más nobles emblemas de la Ilustración... Sin embargo, en la última década... autoridades, personalidades jurídicas y hasta pensadores políticos liberales han justificado ciertas formas de tortura...
Por mi parte, yo señalaría como un evidente retroceso de lo que creíamos avanzado en ese delicado campo de la libertad cívica, el revival de las formas más agresivas e invasivas de la creencia religiosa incluso en las comunidades democráticas más desarrolladas. Si algo parecía haber caracterizado el progreso moral en nuestra convivencia era el establecimiento, aparentemente definitivo, de la libertad de conciencia y por tanto la asignación de la fe o la ausencia de ella al ámbito más íntimo...
Sin embargo, asistimos a un regreso de la religión -o, por mejor decir, de las influencias de las iglesias y los clérigos con ansias de poder social- en los países occidentales, sea como legitimación de los gobernantes (o de grupos terroristas que atacan a civiles inermes), sea bajo el eufemismo de “laicidad positiva” (que consagra la necesidad de una visión religiosa de la moral sobre la puramente humanista), sea como competidora de la ciencia o la educación cívica en la escuela...
…..................................
Cuanto más desarrollado y avanzado es un país -los nuestros europeos, por ejemplo- más común es que periodistas o profanos pregunten al filósofo: pero en nuestra época... ¿es posible todavía pensar? ¿cómo hablar de ética aún en nuestras sociedades? ¿cómo soportar la soledad del hombre contemporáneo? Etcétera... O sea que podría suponerse por tales angustias que la vida en nuestros países civilizados es más atroz que en la era de la esclavitud... Y lo más grave es que tales espejismos no aquejan solamente a personas indocumentadas hechizadas por nigromantes mediáticos, sino también a cultos profesores y ciudadanos con estudios. Los beatificadores del ayer que nunca fue, son sobre todo enemigos de un presente del que sólo aprecian los fallos y no sus logros. La ausencia de lo mejor y su perfección inalcanzable se ha convertido en enemiga de lo bueno, siempre relativo y condicionado a límites a veces dolorosos...
Y es que el progreso ya no es una esperanza, sino un hábito: se ha desgastado por el uso. Perdida su primera ilusión, nos ha dejado sólo sensibilidad ante sus incomodidades, insuficiencias e injusticias. Sobre todo, nos ha inoculado un virus que ayer fue motor y hoy es intolerable agobio: la impaciencia. Quienes confiaban en la Providencia suponían que antes o después llegaría el Reino de Dios y que los plazos del Señor no se miden según el tiempo humano. Pero hoy lo exigimos todo de inmediato y completo... Para la comunidad que abomina del progreso y le reprocha todo lo que no ha cumplido sólo quedan los aspectos más exterminadores de la fe, entre ellos la fe en el dinero -el más urgente e insatisfactorio de los dioses- y la búsqueda ansiosa de una seguridad desentendida de cualquier aspecto de justicia a escala comunitaria o planetaria. Es decir, lo único que progresa es la frustración. Uno de sus síntomas peores es el abandono de la política como práctica inexcusable de la comunidad democrática y la entrega al populismo o la dimisión del papel crítico y participativo de la ciudadanía.
Sin embargo algunos, pese a estos vientos adversos, no quisiéramos renunciar del todo a un cierto progresismo de raíz ilustrada, que celebra lo conseguido sin autosatisfacción inmovilista y continúa creyendo que merece la pena esforzarse por lograr mejoras y corregir errores. Tanto la esperanza que da el visto bueno a todo lo que ocurre, por atroz que sea, como la desesperación que no resalta sino los incumplimientos del ideal y se condena a la impotencia son formas de un mismo mal social: la pereza. Pero las comunidades perezosas están condenadas a servir a los más audaces de ellas que rara vez son los mejores.
… nacemos rodeados de males y sin duda moriremos rodeados también de males, eso es seguro. Lo único que podemos intentar es que los primeros no sean idénticos a los últimos..."

miércoles, 10 de marzo de 2010

Hombres sin alma

Juan Manuel de Prada es escritor y periodista. Escribe en el suplemento dominical de ABC. Como le leo habitualmente puedo aseguraros que sé lo que opinaría de nuestro tema de debate. Afirmaría enérgicamente que estamos asistiendo a un retroceso moral muy grave. Os hago un resumen de este artículo de cuya fecha, aunque reciente, no me acuerdo.

"... parece evidente que la historia humana tiende a repetirse cíclicamente; no tanto en sus avatares concretos como en lo que podríamos denominar "el clima cultural" que los favorece. Sin embargo, existe un factor que distingue nuestra época de cualquier época anterior; un factor tan gigantesco que suele pasar desapercibido.
... nunca el tejido de los vínculos humanos (los vínculos de la tradición que facilitan la transmisión de afectos y conocimientos entre generaciones, los vínculos comunitarios, que nos protegen frente a agresiones externas)estuvieron tan deteriorados, y nunca existió un tejido de "hipervínculos" ideológicos y propagandísticos tan robusto y avasallador.
... En nuestra época, los hipervínculos actúan directamente sobre la conciencia, sin violencia ni imposición, como una lluvia menuda que todo lo impregna, mediante estrategias propagandísticas mucho más eficaces -mucho más avanzadas tecnológicamente- que la mera persecución policial. Para lograr tal violación incruenta de las conciencias se ha completado previamente la disolución de los vínculos humanos que nos protegían de agresiones externas: se ha anulado el sentimiento de pertenencia; se ha devastado ese tejido celular básico de la sociedad donde florecían las adhesiones fuertes y duraderas; se han exaltado las luchas entre sexos, los conflictos generacionales, los rifirrafes ideológicos, hasta dejar las conciencias a la intemperie, siempre con la coartada de una más exigente "búsqueda de libertad". Y como la necesidad de entablar vínculos es constitutiva de la naturaleza humana, esos hombres que han convertido la sociedad humana natural (llámese familia, clan o comunidad religiosa)en un campo de Agramante o torre de Babel, esos hombres a la greña necesitan encontrar un refugio que los proteja y les espante la zozobra, la sensación de soledad profunda e irremisible. Así, huyendo de la intemperie, entregan gozosos su conciencia a los hipervínculos establecidos desde el poder: comulgan con las ruedas de molino de la ideología triunfante, se adhieren fervorosamente a las consignas establecidas por la propaganda (que ya no perciben como imposiciones, sino como benéficas reglas de supervivencia), rinden en fin su alma desvinculada a la trituradora que los recibe con una sonrisa hospitalaria. Esta nueva forma de esclavitud -universal y gozosa- es el factor más significativo de nuestra época; y lo que la distingue de cualquier otra época pretérita.

martes, 9 de marzo de 2010

Stefan Zweig

Fue un escritor austriaco de gran éxito. Nació en el seno de una familia judía acomodada. Zweig escribe El mundo de ayer-Memorias de un europeo el año 1941/42. Poco después, ante la creencia de que el nazismo triunfaría en el mundo, se suicidó.
En esta obra y en el capítulo que reproduzco, hace una comparación entre la época que le tocó vivir y la anterior al 1914. Una época que vivía bajo la sombra de los ideales ilustrados: libertad, igualdad, progreso ininterrumpido, racionalidad..."fue un castillo de naipes", concluye Zweig.



“Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia «el mejor de los mundos». Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa fe en el «progreso» ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho «progreso» que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica. Nosotros que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos sobre la posibilidad de educar moralmente al hombre. Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes.

* * * * * *

Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad.

PARA LA GENTE DEL SIGLO XIX, LA FE EN EL PROGRESO ININTERRUMPIDO E IMPARABLE TENÍA LA FUERZA DE UNA VERDADERA RELIGIÓN, PROBADA POR LOS MILAGROS QUE A DIARIO OFRECÍAN LA CIENCIA Y LA TÉCNICA

Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda seguridad podía encontrar en el calendario el año en que ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y, además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y médicos. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cuna, le depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña “reserva” para el futuro. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón.

Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta seguridad valía la pena vivir y círculos cada vez más amplios codiciaban su parte de este bien precioso. Primero, sólo los terratenientes disfrutaban de tal privilegio, pero poco a poco se fueron esforzando por obtenerlo también las grandes masas; el siglo de la seguridad se convirtió en la edad de oro de las compañías de seguros. La gente aseguraba su casa contra los incendios y los robos, los campos contra el granizo y las tempestades, el cuerpo contra accidentes y enfermedades; suscribía rentas vitalicias para la vejez y depositaba en la cuna de sus hijos una póliza para la futura dote. Finalmente incluso los obreros se organizaron, consiguieron un salario estable y seguridad social; el servicio doméstico ahorraba para un seguro de previsión para la vejez y pagaba su entierro por adelantado, a plazos. Sólo aquel que podía mirar al futuro sin preocupaciones gozaba con buen ánimo del presente.

En esta conmovedora confianza en poder empalizar la vida hasta la última brecha, contra cualquier irrupción del destino, se escondía, a pesar de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida, una gran y peligrosa arrogancia. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia «el mejor de los mundos». Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa fe en el «progreso» ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho «progreso» que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica.

En efecto, hacia finales de aquel siglo pacífico, el progreso general se fue haciendo cada vez más visible, rápido y variado. De noche, en vez de luces mortecinas, alumbraban las calles lámparas eléctricas, las tiendas de las capitales llevaban su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, uno podía hablar a distancia con quien quisiera gracias al teléfono, el hombre podía recorrer grandes trechos a nuevas velocidades en coches sin caballos y volaba por los aires, realizando así el sueño de Ícaro. El confort salió de las casas señoriales para entrar en las burguesas, ya no hacía falta ir a buscar agua a las fuentes o los pozos, ni encender fuego en los hogares a duras penas; la higiene se extendía, la suciedad desaparecía. Las personas se hicieron más bellas, más fuertes, más sanas, desde que el deporte aceró sus cuerpos; poco a poco, por las calles se fueron viendo menos lisiados, enfermos de bocio y mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso. También hubo avances en el ámbito social; año tras año, el individuo fue obteniendo nuevos derechos, la justicia procedía con más moderación y humanidad e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, dejó de parecer insuperable. Se otorgó el derecho de voto a círculos cada vez más amplios y, con él, la posibilidad de defender legalmente sus intereses; sociólogos y catedráticos rivalizaban en el afán de hacer más sana e incluso más feliz la vida del proletariado…

LOS QUE EN EL SIGLO XX HEMOS APRENDIDO A NO SORPRENDERNOS ANTE CUALQUIER NUEVO BROTE DE BESTIALIDAD COLECTIVA, SOMOS BASTANTE MÁS ESCÉPTICOS SOBRE LA POSIBILIDAD DE EDUCAR MORALMENTE AL HOMBRE

¿Es de extrañar, pues, que aquel siglo se deleitara con sus propias conquistas y considerara cada década terminada como un mero peldaño hacia otra mejor? Se creía tan poco en recaídas en la barbarie -por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa- como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían honradamente que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad lograría la paz y la seguridad, esos bienes supremos.

Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra «seguridad» como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella generación, cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz. Nosotros que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos sobre la posibilidad de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad.

Para salvaguardar nuestra propia existencia, renegamos ya hace tiempo de la religión de nuestros padres, de su fe en un progreso rápido y duradero de la humanidad; a quienes aprendimos con horror nos parece banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzos humanos. Sin embargo, a pesar de que nuestros padres habías servido a una ilusión, se trataba de una ilusión magnífica y noble, mucho más humana y fecunda que las consignas de hoy. Y algo dentro de mí no puede desprenderse completamente de ella, por alguna razón misteriosa, a pesar de todas las experiencias y de todos los desengaños.

Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar. Y, a pesar de todo lo que resuena en mis oídos todos los días, a pesar de todas las humillaciones y pruebas que yo y mis innumerables compañeros de destino hemos padecido, no puedo renegar del todo de la fe de ni juventud y dejar de creer que, a pesar de todo, volveremos a levantarnos un día.

Desde el abismo de horror en que hoy, medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante.

Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes.

* * *

STEFAN ZWEIG, El mundo de ayer-Memorias de un europeo. El Acantilado, 2002. Traducción de J. Fontcuberta.