miércoles, 24 de febrero de 2010

Más sobre violencia

Si la violencia es explicable exclusivamente desde la biología, poco podrá progresar la especie humana desde el punto de vista moral. Siempre habrá guerras, muerte de mujeres a mano de sus "compañeros" (y en algunos casos, al revés), terrorismo, y los más variados crímenes imaginables (Hoy he leído el siguiente titular: "Dos niñas de 14 y 16 años hacen una cesárea a una joven para robarle el bebé").
El siguiente artículo que encontré en internet, niega la explicación instintiva de la agresividad. No dice quién lo escribe, solamente hace referencia a que fue publicado en El País.






La violencia innata del ser humano es un mito (Ashley Montagu)
Publicado en El País (cuando era otra cosa) - Lunes.7 de marzo de 2005 - 21 comentario(s)
El mito de la violencia humana

Ashley Montagu

¿Por qué está el mundo tan lleno de agresividad? ¿Por qué son tan frecuentes la hostilidad y la crueldad entre los seres humanos? ¿Por qué se amenazan entre sí las naciones con el exterminio nuclear? ¿Por qué aumenta la delincuencia prácticamente en todas partes? ¿Cuál puede ser la respuesta? La más cómoda es, desde luego, afirmar que el ser humano es un ser imperfecto, nacido en pecado y agresivo por naturaleza. Además, esta explicación es satisfactoria para casi todo el mundo, porque a quien nace predeterminado no puede culpársele por su forma de comportarse.

Muchos escritores, científicos, dramaturgos y cineastas han apoyado la concepción de la supuesta maldad innata del ser humano. Si por todas partes se manifiesta la violencia y la agresividad, ¿cómo podemos negar que la agresividad sea instintiva, que pertenezca a la propia naturaleza humana? Así se llega a una explicación. La explicación que lo explica todo.

La verdad es, sin embargo, que una interpretación tan gratificante nos hace sentirnos muy tranquilos, nos libera de toda culpabilidad, nos exime de la responsabilidad de hacer todo lo que podamos para reducir la violencia que se manifiesta en nuestra convivencia y en el mundo en general. Pero las respuestas que lo explican todo, de hecho no explican nada. Como escribió el gran filósofo inglés John Stuart Mill, "de las posibles maneras de eludir las influencias de la moral y la sociedad sobre la mente humana, la más corriente es la de hacer responsable de las diferencias de comportamiento y carácter a diferencias naturales innatas".

Permítasenos, por tanto, analizar lo que algunos conocidos escritores y otras personalidades relevantes han dicho sobre el tema de la violencia humana; y veamos después si estas opiniones pueden mantenerse a la vista de los hechos.

William Golding cuenta en su novela El señor de las moscas la historia de un grupo de niños en edad escolar abandonados en una isla, que se convierten en arquetípicos salvajes y comienzan a perseguirse unos a otros. Golding dice que su novela es "un intento de analizar los defectos de la sociedad a la luz de los defectos de la naturaleza humana". Pero la verdad es que no busca las razones de nada; simplemente, parte de la idea de que tanto la sociedad como la naturaleza humana están programadas para la crueldad, el sadismo y el crimen.

Instinto de muerte

A la vista de su brillante y terrible narración, es verdaderamente difícil sostener que los hechos reales que se han producido en situaciones parecidas a la descrita en la novela de Golding no apoyan sus conclusiones. Por ejemplo, a comienzos de los años sesenta, durante un viaje rutinario de una isla a otra, unos melanesios dejaron en un atolón seis o siete niños de edades comprendidas entre dos y doce años, con la idea de recogerlos poco después; pero sobrevino una tormenta que les impidió regresar hasta pasados varios meses. Cuando los niños fueron rescatados se descubrió que se habían portado a las mil maravillas: habían aprendido a buscar agua potable, se alimentaban sobre todo de pescado, eran capaces de construir refugios y, en líneas generales, habían construido una comunidad en buena convivencia, sin luchas, peleas ni problemas de liderazgo.

Konrad Lorenz, el investigador austriaco que fue premio Nobel por sus trabajos sobre el comportamiento animal, se esforzaba por demostrar en su muy leido libro sobre la agresión que el intinto de lucha humano dirigido hacia sus congéneres es la causa de la violencia contemporánea. Antes que él, Freud había defendido la misma idea con la definición del instinto de muerte, que orientaba el comportamiento del hombre hacia la destrucción y la guerra. El dramaturgo Robert Ardrey defendió la misma tesis en sus libros "African Genesis (Génesis en Africa)", "The territorial imperative" y otros. Y el etnólogo Desmond Morris llegó aún más lejos en su libro "El mono desnudo" afirmando que "es una tontería que debatamos sobre controlar nuestros sentimientos de territorialidad y agresividad", ya que nuestra propia naturaleza, puramente animal, "nunca lo permitirá":

Desgraciadamente, la mayoría de los escritores que han tratado el tema de la naturaleza humana han sido incapaces de discriminar entre sus prejuicios y las leyes de la naturaleza humana. Otro de estos prejuicios consiste en creer que el comportamiento agresivo del hombre es instintivo. No hay en parte alguna pruebas de ninguna clase de que los seres humanos tengan verdadero instinto. Y, por otro lado, hay muchas pruebas de que todo comportamiento agresivo -como todo comportamiento profundamente humano- es aprendido.

La característica más destacada de la especie humana es su educabilidad, el hecho de que todo lo que sabe y hace como ser humano ha de aprenderlo de otros seres humanos. Y esto lo ha ido aprendiendo en sus cuatro millones de años de evolución, a partir del momento en que los hombres hubieron de abandonar la vida en los árboles -que escaseaban a causa del descenso de lluvias- y asentarse en llanuras abiertas donde tenía que cazar para subsistir. En la caza son muy importantes la cooperación, la capacidad para solucionar rápidamente los problemas imprevistos y la adaptabilidad. Los instintos que predeterminaran el comportamiento no hubieran tenido ninguna utilidad en el nuevo nivel de adaptación hacia el que los seres humanos habían evolucionado: la parte aprendida, hecha por el ser humano, del entorno; en otras palabras, la cultura. Lo que hacía falta era saber cómo abrirse paso en un entorno creado por el hombre, y las reacciones biológicamente predeterminadas resultaban inútiles ante situaciones para las que habían sido pensadas ni eran apropiadas. Hacían falta respuestas, no reacciones; era preciso crear soluciones ante los nuevos y siempre cambiantes desafíos del entorno.

El instinto constituye un tipo de inteligencia recurrente que otras criaturas poseen y que las hacen mantenerse siempre en el mismo lugar en la escala biológica. Pero no es eficaz en el versátil entorno humano: ésta s la razón por la que los humanos no tenemos instintos de ninguna clase. La especialidad del ser humano es ser no especializado, capaz de adaptarse a lo imprevisto, maleable y flexible.

De la misma manera, las condiciones en que se desarrolló la evolución del ser humano a lo largo de los últimos miles de años hicieron muy importante la capacidad de cooperación.

Los grupos humanos eran muy pequeños hasta hace aproximadamente 12000 años; los constituían entre 30 y 50 individuos. En tales sociedades, cuyas actividades principales eran la recolección y la caza, la ayuda mutua y la preocupación por el bienestar de los demás -la cooperación- no sólo eran muy valoradas, sino que constituían condiciones estrictamente necesarias para la supervivencia del grupo. Los individuos agresivos no hubieran prosperado en tales sociedades. Por tanto, es muy improbable que pudiera haberse desarrollado algo parecido a un instinto de agresión, y mucho menos un instinto de territorialidad.

Por lo que al instinto de territorialidad respecta, conviene señalar qu ninguno de los grandes simios (ni el gorila, ni el chimpancé, ni el orangután) ni la mayoría de los monos que han sido estudiados poseen tal instinto. Sin embargo, como estos hechos contradicen las teorías de Ardrey, Morris y Lorenz, ellos los pasan por alto alegremente. Estos escritores escogen, a menudo, exclusivamente los aspectos de la realidad que vienen a demostrar sus teorías, aunque estos sean forzados o simplemente erróneos.

Falsas interpretaciones

Resultaría imposible examinar aquí los muchos errores en que incurren los citados escritores, pero sus teorías han sido estudiadas en detalle y rebatidas en mi libro "La naturaleza de la agresividad humana" y en otros dos volúmenes de los que he sido editor, "Man and agression" y "learning non-agression". Aquí sólo es posible analizar algunos de los errores y falsas interpretaciones en que caen estos escritores.

Tratando de demostrar que la agresividad es algo inherente a la naturaleza humana, Lorenz cita un estudio sobre los indios norteamericanos Utas, argumentando que "llevan una vida salvaje basada casi enteramente en la guerra y las razzias" y que, por consiguiente, "debe haber habido entre ellos un proceso muy intenso de selección, que ha dado como resultado un nivel de agresividad muy alto". Lorenz añade que "es bastante probable que esto produjera cambios en la herencia genética... en un período de tiempo corto". La violencia, los homicidios, los suicidios y las neurosis son para Lorenz pruebas de la agresividad innata de los Utas.

Pero el profesor Omer Stewart, máxima autoridad científica que ha estudiado esta tribu, ha demostrado que Lorenz está bastante equivocado. Ni los Utas fueron nunca belicosos ni estuvieron dominados por la violencia, la muerte, el suicidio y la neurosis. Lorenz habla repetidas veces de la belicosidad del hombre primitivo, pero no existe ninguna prueba de esto, e incluso es muy probable que no tuviera el más mínimo espíritu guerrero. Si el hombre primitivo hubiera sido belicoso no habría sobrevivido durante mucho tiempo, dado que el número de individuos que formaban los pueblos cazadores-recolectores era pequeño.

El mito de la territorialidad

Las pruebas que tenemos señalan que las guerras -esto es, los ataques organizados de un pueblo a otro- no comenzaron a producirse hasta el desarrollo de las comunidades urbanas, hace no más de 10000 años.

Por lo que hace a la territorialidad, defendida por Ardrey como una tendencia innata a ocupar y defender un territorio exclusivo, se trata de un mito más. Los seres humanos se comportan de muchas y muy diferentes maneras en lo relativo al territorio.

Algunos están apegados a sus territorios y defienden celosamente sus fronteras; otros, como los esquimales, carecen del sentido de la propiedad territorial y reciben bien a cualquiera que decida instalarse entre ellos. Los pueblos cazadores-recolectores viven a menudo sobre territorios cuyas fronteras se superponen y éstas nunca son motivo de conflicto de ninguna clase. Hay otros grupos tribales que se adaptan pacíficamente a la invasión de sus tierras marchándose a otro lugar. Para otros no constituye ningún problema abandonar sus tierras para ir a otras más adecuadas a sus objetivos.

Los grupos y la agresividad

En esencia, unas sociedades tienen sentido de la territorialidad y otras no. Y esto no tiene nada que ver con la tendencia o instinto, y sí mucho con lo que esos pueblos han aprendido a pensar y sentir sobre el territorio.

Morris habla de los grupos como un elemento que provoca las reacciones agresivas. La agresividad que en ellos surge no es una reacción, sino una respuesta; no es innata, sino aprendida. Los grupos en sí mismos no provocan la agresividad. Los indios asiáticos, los todas y los bihor del sur de la India, los hadza de África, los punan de Borneo, los pigmeos de la selva de Ituri, los arapesh del río Sepik (Nueva Guinea), los yamis de la isla de Orchid (cerca de Taiwán), los hopi y zuni de Norteamérica y otros muchos pueblos, como los tasaday de Mindanao (Filipinas), son comunidades no agresivas. Se podría decir, por supuesto, que tales pueblos han aprendido a controlar su agresividad innata. Pero esto implicaría asumir que existe algo así como un agresividad no aprendida, un deseo natural de herir a los demás. Hasta que alguien pueda darnos una mínima prueba de tal cosa, parece más razonable pensar -basándonos en las pruebas reales que tenemos- que no había una agresividad innata en un principio y que los citados pueblos no agresivos son así porque no han aprendido a reaccionar con agresividad ante ninguna situación.

Los hechos demuestran que el ser humano no nace con un carácter agresivo, sino con un sistema muy organizado de tendencias hacia el crecimiento y el desarrollo en un ambiente de comprensión y cooperación. Hay pruebas de que las tendencias humanas básicas están dirigidas hacia el desarrollo a través de la capacidad para relacionarse con los demás de manera cada vez más amplia y creativa, haciendo más fácil la supervivencia. Cuando estas tendencias básicas de comportamiento se frustran, los seres humanos tienden hacia el desorden y a convertirse en las víctimas de los otros humanos igualmente afectados por estos desajustes.

La salud es la capacidad de ser humano

La salud es la capacidad para amar, para trabajar, para jugar y para usar la propia inteligencia como una herramienta de precisión. Los humanos han nacido para vivir, como si vivir y amar fueran una misma cosa. Para amar hay que aprender a amar y sólo se aprende a hacerlo cuando se es amado. El afecto es una necesidad fundamental. Es la necesidad que nos hace humanos. De ahí que una persona que no haya sido así humanizada durante los seis primeros años de su vida padezca un proceso de deshumanización que le lleva a comportamientos destructivos, aprendidos en un intento desordenado y equivocado de adaptarse a un mundo también desordenado y provocador de tensiones. De estos desórdenes surgen toda la agresividad y los enfrentamientos violentos, tanto a escala individual como colectiva.

Muchos profetas apasionados han predicado largamente las virtudes del amor, pero pocos han señalado por sí mismos el camino. El significado de una palabra radica en los actos en que se manifiesta; al amor se le ha atribuido una significación ritual, pero casi nunca ha expresado su significado real como compromiso en el sentido de algo que se practica, de algo que es parte de nuestro comportamiento diario. Recordemos siempre que la humanidad no es algo que se hereda, sino que nuestra verdadera herencia reside en nuestra capacidad para hacernos y rehacernos a nosotros mismos. Que no somos criaturas, sino creadores de nuestro destino

sábado, 20 de febrero de 2010

MESA REDONDA

Se quedó corto, excesivamente corto, el tiempo del que dispusieron mis compañeros para exponer sus opiniones sobre si ha habido o no progreso moral. Y más corto aún el reservado a las intervenciones de los alumnos. Sin embargo creo que valió la pena. Los ponentes dijeron cosas muy interesantes. Más adelante haré una brevísima referencia a ellas.
Hace unos años era bastante frecuente que los profesores llevaran a cabo actividades interdisciplinares. Esto es, se abordaba un tema (por ejemplo, la evolución o el surrealismo)desde distintas materias. El alumno tomaba conciencia de que el saber no está compartimentado (como si la evolución de la que habla el biólogo fuese distinta a la evolución de la que habla el filósofo). No, se trata del mismo asunto pero desde perspectivas y enfoques distintos.El resultado es enormemente enriquecedor para el aprendizaje del alumno.
Es una pena que se hayan perdido algunas costumbres:la revista o periódico que realizaban alumnos y profesores, el grupo de teatro que preparaba una obra para luego ser representada en el centro, el grupo musical... o las actividad señalada anteriormente. Estoy convencido de que la aridez cultural que se ha instalado en los centros de secundaria tiene mucho que ver con la falta de estas actividades hoy llamadas complementarias. ¿De quién es la culpa? Planteo la pregunta y que cada cual piense la respuesta que considere justa.
Vuelvo a la mesa redonda. Los cuatro ponentes coincidieron en que, según su opinión, sí ha habido progreso moral. Pero, con muchos "peros". Así, algunos afirmaron que era preciso distinguir la situación de los países occidentales de los del tercer mundo. Don Samuel cifraba el progreso moral en el hecho de que actualmente hay una mayor conciencia de lo que "debería ser", de que hay una mayor sensibilidad moral. Doña Carmen Hermosín fue la que más hincapié hizo en los cambios que tenían que darse en las personas (ser más responsables, proponerse como meta la autorrealización personal, fomentar la educación emocional...)para que pudiéramos hablar de progreso moral. Doña Carmen Martínez señaló algunos avances evidentes como la igualdad de la mujer con respecto al hombre, o la democracia. Sin embargo, como ejemplo de retroceso citó el problema de la degradación del medio ambiente. Don Camilo apuntó que había que precisar a qué moral nos referimos cuando se pregunta si ha habido progreso o no. La respuesta, según él, no puede dejar de ser subjetiva y/o relativa.(No es lo mismo la moral occidental que la de otras culturas)Y, desde su subjetividad,como occidental, piensa que sí ha habido progreso moral, que se concretaría en el hecho de que el hombre hoy está menos alienado, en la extensión de la enseñanza, en la desaparición de la esclavitud (aún cuando existe de forma encubierta), en la política...
De nuevo, muchas gracias.

jueves, 4 de febrero de 2010

¿Somos violentos?

En una revista mexicana he encontrado un buen resumen sobre opiniones de expertos sobre la violencia humana. Hay dos opiniones extremas sobre el origen de la agresividad humana (no voy a disitnguir entre violencia y agresividad): La de aquellos que sostienen que es instintiva y la de los que afirman que es una reacción ante la frustración de un deseo. Según la primera teoría, los comportamientos agresivos se darían en cualquier sociedad de cualquier época, puesto que la agresividad es innata. En cambio, según la segunda, los hombres serían más o menos violentos dependiendo del grado en que una determinada sociedad reprime, o no satisface, los deseos.
Este tema estuvo muy politizado. Los conservadores eran partidarios de la tesis innatista, los progresistas de la ambientalista. Aquéllos afirmaban que sólo el uso de la "mano dura" podía contrarrestar las manifestaciones violentas;los progresistas, en cambio, que había que crear una sociedad más permisiva o tolerante.
Mi opinión ya la conocéis: ambos factores, el biológico (factor 1)y el cultural (factor 2)influyen en la conducta humana. Y por supuesto, el factor 3, el yo personal, que, puede gobernar sobre el 1 y el 2.










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Teorías de la Violencia Humana




Por Víctor Montoya
Número 53

La violencia existe desde siempre; violencia para sobrevivir, violencia para controlar el poder, violencia para sublevarse contra la dominación, violencia física y psíquica.

Los etólogos, en sus investigaciones sobre el comportamiento innato de los animales, llegaron a la conclusión de que el instinto agresivo tiene un carácter de supervivencia. Por lo tanto, la agresión existente entre los animales no es negativa para la especie, sino un instinto necesario para su existencia.

Charles Darwin, en su obra sobre “El origen de las especies por medio de la selección natural”, proclamó al mono como padre del hombre, argumentando que sus instintos de lucha por la vida le permitieron seleccionar lo mejor de la especie y sobreponerse a la naturaleza salvaje. El mayor aporte de Darwin a la teoría evolucionista fue descubrir que la naturaleza, en su constante lucha por la vida, no sólo refrenaba la expansión genética de las especies, sino que, a través de esa lucha, sobrevivían los mejores y sucumbían los menos aptos. Solamente así puede explicarse el enfrentamiento habido entre especies y grupos sociales, apenas el hombre entra en la historia, salvaje, impotente ante la naturaleza y en medio de una cierta desigualdad social que, con el transcurso del tiempo, deriva en la lucha de clases.

El hombre, desde el instante en que levantó una piedra y la arrojó contra su adversario, utilizó un arma de defensa y sobrevivencia muchísimo antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en punta de lanza. “Una ojeada a la Historia de la Humanidad -dice Sigmund Freud-, nos muestra una serie ininterrumpida de conflictos entre una comunidad y otra u otras, entre conglomerados mayores o menores, entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas fuerzas (...) Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de qué debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquél que poseía las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición” (Freud, S., 1972, pp. 3.208-9).

Desde la más remota antigüedad, los hombres se enfrentaron entre sí por diversos motivos. En los últimos 5.000 años de la historia, la humanidad ha experimentado miles de guerra, y en todas ellas se han usado armas más poderosas que la fuerza humana. La historia de la humanidad es una historia de guerras y conquistas, donde el más fuerte se impone al más débil, y que si de los textos de historia quitásemos las guerras, se convertirían en un puñado de páginas en blanco.

En la Edad de la Piedra, los mismos instrumentos ideados para defenderse de la naturaleza salvaje fueron trocados en armas de guerra. Después, cuando el hombre descubrió los metales, construyó armas más mortíferas que la honda y la lanza con punta de piedra. Al irrumpir la pólvora en la historia, se fabricaron proyectiles para ser disparados por medio de un cañón. De modo que el arte de la guerra se perfeccionó entre el siglo XV y XVIII, con la progresiva consolidación del arma de fuego como factor decisivo en la contienda. El uso de la pólvora se extendió rápidamente a los campos de batalla y las armas tradicionales fueron sustituidas por arcabuces, mosquetes y cañones.

La guerra, que es un producto de la violencia y el deseo de poder, está generada por los instintos agresivos de la psicología humana. Ya en julio de 1932, cuando Albert Einstein -el físico cuyas teorías sobre la relatividad y la gravitación universales revolucionaron el mundo de la ciencia- le preguntó a Sigmund Freud: ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el desastre de la guerra? El padre del psicoanálisis, en una carta fechada en septiembre de 1932, le respondió: “Usted expresa su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquellos que tienden a conservar y a unir -los denominados ‘eróticos’, completamente en el sentido del Eros del ‘Symposion’ platónico, o ‘sexuales’, ampliando deliberadamente el concepto popular de la ‘sexualidad’-, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos ‘instintos de agresión o de destrucción’. Como usted advierte, no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia (...) Con todo, quisiera detenerme un instante más en nuestro instinto de destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre pareja con su importancia. Sucede que mediante cierto despliegue de especulación, hemos llegado a concebir que este instinto obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración, de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida. El instinto de muerte se torna instinto de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia fuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena (...) De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión de que serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias agresivas del hombre. Dicen que en regiones muy felices de la Tierra, donde la naturaleza ofrece pródigamente cuanto el hombre necesita para su subsistencia, existen pueblos cuya vida transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la fuerza y la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar algo más sobre esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Yo creo que esto es una ilusión (...) Por otra parte, como usted mismo advierte, no se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas, humanas, se puede intentar desviarlas, al punto que no necesiten buscar su expresión en la guerra (...) Pero con toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes caminos para evitar indirectamente la guerra son por cierto más accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato que uno se moriría de hambre antes de tener harina” (Freud, S., 1972, pp. 3.210-14).

Para Nicolás Maquiavelo, lo propio que para Friedrich Nietzsche, la violencia es algo inherente al género humano y la guerra una necesidad de los Estados; en tanto para los padres del socialismo científico, la violencia, aparte de ser un producto de la lucha de clases, es un medio y no un fin, puesto que sirve para transformar las estructuras socioeconómicas de una sociedad, pero no para eliminar al hombre en sí. Además, consideran que existe una violencia reaccionaria, que usa la burguesía para defender sus privilegios, y otra violencia revolucionaria, que tiende a destruir el aparato burocrático-militar de la clase dominante y socializar los medios de producción.

Cuando los marxistas plantean que la lucha de clases genera la violencia, y la violencia es el motor que permite la transformación cualitativa de la sociedad, admiten que la transición del capitalismo al socialismo requiere cambios radicales en las relaciones de producción. Empero, “hay que recordar también que el imperio de la fuerza, que el marxismo está dispuesto a aceptar favorablemente, con objeto de liberar a los hombres de la servidumbre económica y establecer las condiciones en que deben basarse las relaciones verdaderamente morales, no va dirigido contra los individuos, sino contra una clase y las instituciones en que fundamenta su posición dominante” (Ash, W., 1964, p. 146).

Si bien es cierto que el marxismo justifica los medios para alcanzar los fines, llegando al límite de favorecer el uso de la violencia revolucionaria para liberar a los oprimidos y abolir la propiedad privada de los medios de producción, es también cierto que, una vez abolida la lucha de clases, la violencia deja de ser un medio que justifica el fin.

Los psicoanalistas consideran que la violencia es producto de los mismos hombres, por ser desde un principio seres instintivos, motivados por deseos que son el resultado de apetencias salvajes y primitivas. “Los pequeños -señala Anna Freud-, en todos los períodos de la historia, han demostrado rasgos de violencia, de agresión y destrucción (...) Las manifestaciones del instinto agresivo se hallan estrechamente amalgamadas con las manifestaciones sexuales” (Freud, A., 1980, p. 78).

El instinto de agresión infantil, según Anna Freud, aparece en la primera fase bajo la forma del sadismo oral, utilizando sus dientes como instrumentos de agresión; en la fase anal son notoriamente destructivos, tercos, dominantes y posesivos; en la fase fálica la agresión se manifiesta bajo actitudes de virilidad, en conexión con las manifestaciones del llamado “complejo de Edipo”.

Sin embargo, Sigmund Freud y Konrad Lorenz comparten la idea de que la agresión puede descargarse de diferentes maneras. Por ejemplo, practicando algún deporte de lucha libre o rompiendo algún objeto que está al alcance de la mano. Si Lorenz aconseja que el amor es el mejor antídoto contra la agresividad, Freud afirma que los instintos de agresión no aceptados socialmente pueden ser sublimados en el arte, la religión, las ideologías políticas u otros actos socialmente aceptables. La catarsis implica despojarse de los sentimientos de culpa y de los conflictos emocionales, a través de llevarlos al plano consciente y darles una forma de expresión.

Se dice que el niño, incluso el más inocente y pacífico, tiene sentimientos destructivos o “instintos de muerte”, que si son dirigidos hacia adentro pueden conducirlo al suicidio, o bien, si son dirigidos hacia fuera, pueden llevarlo a cometer un crimen. La agresividad del niño, asimismo, puede ser estimulada por el rechazo social del cual es objeto o por una simple falta de afectividad emocional, puesto que el problema de la violencia no sólo está fuera de nosotros, en el entorno social, sino también dentro de nosotros; un peligro que aumenta en una sociedad que enseña, desde temprana edad, que las cosas no se consiguen sino por medio de una inhumana y egoísta competencia. “El otro” no se nos presenta, en nuestra educación para la vida, como un cooperador sino como un competidor, como un enemigo. A esto se suman los medios de comunicación que propagan la violencia, estimulando la agresividad del niño.

Según el psicólogo Robert R. Sears, los niños que sufren castigos físicos y psíquicos son los que demuestran mayor agresividad en la escuela y en las actividades lúdicas, que los niños que se desarrollan en hogares donde la convivencia es armónica. Para Sears, como para los psicólogos que se prestaron algunos conceptos del psicoanálisis, la agresión es una consecuencia de las frustraciones y prohibiciones con las cuales tropiezan los niños en su entorno. Cuando el niño reacciona con agresividad es porque quiere manifestar su decepción frente a la madre o frente al contexto social que lo rodea.

Por otro lado, no cesan de aflorar teorías que rechazan la idea de la violencia como instinto innato, afirmando que la agresividad no es más que un fenómeno adquirido en el contexto social. Los naturalistas, a diferencia de Freud y Lorenz, sostienen que una de las peculiaridades de la especie humana es su educabilidad, su capacidad de adaptación y su flexibilidad; factores que permiten -y permitieron- la evolución de la humanidad, desde que el hombre dejó de vivir en los árboles y en las cavernas. De ahí que en las comunidades primitivas, donde los grupos humanos estaban constituidos por treinta o cincuenta individuos, los elementos agresivos no hubiesen prosperado. En esas sociedades, cuyas actividades principales eran la recolección y la caza, la ayuda mutua y la preocupación por los demás -la cooperación- no sólo eran estimadas, sino que constituían condiciones estrictamente necesarias para la supervivencia del grupo.

Muchos de los naturalistas, que afirman que el hombre nunca fue agresivo ni imperfecto desde su nacimiento, tienen como cabecera la “Biblia”, en cuyo primer libro, “Génesis”, se describe la creación de un mundo exento de maldades y sufrimientos. El sexto día en que Dios crea al hombre y la mujer, a su imagen y semejanza, los hace perfectos en cuerpo y alma, pero ni bien caen en la tentación de una criatura maligna (Satanás), Adán y Eva son expulsados del paraíso por desobedecer lo que el Creador les dejó dicho: “Que no comieran del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo”. Fue entonces cuando Dios, refiriéndose a la serpiente, le dijo: “Tú eres la maldita entre todos los animales domésticos y entre todas las bestias salvajes del campo. Sobre tu vientre irás y polvo comerás todos los días de tu vida (...) Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre la descendencia de ella. Él te magullará en la cabeza y tú le magullarás en el talón”. Y, dirigiéndose a Eva, sentenció: “Aumentaré en gran manera el dolor de tu preñez; con dolor de parto darás a luz hijos, y tu deseo vehemente será por tu esposo, y él te dominará”. En efecto, cuando Adán y Eva tuvieron descendientes, éstos nacieron cargados de pecados y fueron imperfectos como sus progenitores. Caín encarnaba ya la violencia y, con su agresión irrefrenable, degolló a su hermano Abel, para así dar origen a la violencia humana.

En el siglo V, San Agustín -el teólogo que escribió “La ciudad de Dios”- arguyó que el Creador no era el responsable de que exista el mal, sino el hombre, ya que Dios -el autor de las cualidades humanas y no de los vicios- creó al hombre recto; pero el hombre, habiéndose hecho corrupto por su propia voluntad y habiendo sido condenado justamente, engendró hijos corruptos y violentos. Entonces, del mal uso del libre albedrío se originó todo el proceso del mal.

En el siglo XVI, el protestante francés Juan Calvino pensaba, al igual que San Agustín y Martín Lutero, que algunos seres humanos estaban predestinados por Dios a ser hijos herederos del reino celestial; en tanto otros, cuya naturaleza humana fue corrompida por el pecado original, estaban destinados a ser los recipientes de su ira y a padecer la condenación eterna.

En el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau sostenía la teoría de que el hombre era naturalmente bueno, que la sociedad corrompía esta bondad y que, por lo tanto, la persona no nacía perversa sino que se hacía perversa, y que era necesario volver a la virtud primitiva. “Es bueno todo lo que viene del Creador de las cosas: que todo degenera en las manos del hombre”. Es decir, la actitud de bondad o de maldad es fruto del medio social en el cual se desarrolla el individuo.

El psicólogo Alberto Bandura, de acuerdo con el filósofo francés, estima que el comportamiento humano, más que ser genético o hereditario, es un fenómeno adquirido por medio de la observación e imitación. En idéntica línea se mantiene Ashley Montagu, para quien la agresividad de los hombres no es una reacción sino una respuesta: el hombre no nace con un carácter agresivo, sino con un sistema muy organizado de tendencias hacia el crecimiento y el desarrollo de su ambiente de comprensión y cooperación.

John Lewis, en su libro “Hombre y evolución”, rebate la teoría sobre la agresividad innata, señalando que no existen razones para suponer que el hombre sea movido por impulsos instintivos, ya que “no existe testimonio antropológico alguno que corrobore esa concepción del hombre primitivo considerado como un ser esencialmente competitivo. El hombre, al contrario, ha sido siempre, por naturaleza, más cooperativo que agresivo. La teoría psicológica de Freud, afirmando la indiscutible base agresiva de la naturaleza humana, no tiene validez real alguna” (Lewis, J., 1968, p. 136).

Helen Schwartzmann, estudiando la antropología del juego en una isla del Océano Pacífico, constató que los niños no estaban familiarizados con la connotación semántica de las palabras “ganar-perder”, en vista de que el juego para ellos implicaba un modo de ponerse en contacto con el mundo circundante, una actividad alegre, llena de fantasía y exenta de vencedores y vencidos. Esto demuestra que la competencia, al no formar parte de la naturaleza del juego, es propia de las sociedades modernas, donde se incentiva a diario el espíritu de competencia entre individuos.

No es casual que los instintos agresivos del hombre estén reflejados en gran parte de la literatura, desde “Robinsón Crusoe”, de Daniel Defoe, hasta “El señor de las moscas”, de William Golding -premio Nobel de Literatura 1983-, quien en su novela narra la conducta animal de un grupo de niños ingleses, que, luego de sobrevivir a un accidente de aviación en una isla desértica, intentan organizar su propia sociedad lejos del mundo adulto y de los valores ético-morales de la cultura occidental. Sin embargo, una vez que fracasan en su intento, se transforman en arquetipos de cazadores salvajes y primitivos, cuya única ley es el odio y la violencia, como si la sociedad moderna hubiese virado hacia su pasado más remoto, pues el terror cósmico y el deseo de dominación suprimen las normas éticas y morales asimiladas y dan rienda suelta a los instintos atávicos latentes bajo las costumbres civilizadas.

William Golding, convencido de la maldad intrínseca del ser humano, manifestó en cierta ocasión: “Mi novela es un intento de analizar los defectos sociales o las normas que rigen los defectos de la naturaleza salvaje”, puesto que la sociedad y los hombres están programados genéticamente para el sadismo y la violencia.

Agreguemos a todo esto el pensamiento de George Friedrich Nicolai, quien, en su libro “Biología de la guerra”, apunta: La guerra en las sociedades humanas es una supervivencia de los instintos de agresividad que arrastra nuestra especie desde las lejanías de su genealogía zoológica a la cual se debe oponer la urgencia de remodelar la convivencia humana en un factible proceso de superhumanización, reemplazando los ciegos y violentos instintos por el sereno gobierno de la razón.

Con todo, la discusión sobre el carácter innato o adquirido de la violencia humana, por ser motivo de controversias, tomará demasiado tiempo antes de alcanzar su punto final, debido a que, a diferencia de Rousseau, Bandura, Lewis y otros, el filósofo inglés Thomas Hobbes, tres siglos antes que Sigmund Freud, sentenció que la humanidad tiene una agresividad innata. Mucho después, los etólogos Konrad Lorenz, Karl Von Frisch y el holandés Nikolaas Tinbergen, comparando la conducta animal y humana, detectaron que la agresividad es genética, y que el instinto de agresión humana dirigido hacia sus congéneres es la causa de la violencia contemporánea.

Referencias:

- Ash, William: Marxismo y moral, Ed. Era, S. A., México, 1969.
- Biblia: Ed. Watchtower Bible and tract society of New York, 1979.
- Freud, Anna: El desarrollo del niño, Ed. Paidós Ibérica, Barcelona, 1980.
- Freud, Sigmund: Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. Obras Completas, Tomo VI, Ed. Alianza, Madrid, 1985.
- Golding, William: El señor de las moscas, Ed. Alianza, Madrid, 1985.
- Lewis, John: Hombre y evolución, Ed. Grijalbo, S. A., México, 1968.

martes, 2 de febrero de 2010

MÁS SOBRE HAITÍ

En esta ocasión es un resumen de un artículo de prensa aparecido recientemente en El País.Tiene como título ¿REPARAR EL PASADO O CONSTRUIR EL FUTURO?, lo firma Bertrand de la Grange, periodista y escritor.

Francia y Estados Unidos son responsables de las desgracias actuales de Haití, van repitiendo algunos intelectuales y ONG que suelen culpar al hombre blanco de los males de la humanidad. Y, por tanto, esos dos países están en la obligación de "reparar" el daño que hicieron a partir del siglo XVII, cuando los franceses poblaron aquel territorio con esclavos traídos de África para cultivar grandes extensiones de caña de azúcar, el oro blanco de la época.
Cuando los haitianos, después de cruentos combates contra las tropas napoleónicas, conquistaron su libertad y formaron su propio gobierno, en 1804, EEUU y Francia se aliaron para hacerles la vida imposible.El primero tardó 60 años en aceptar oficialmente la existencia del nuevo Estado, porque veía en esa república negra un mal ejemplo para sus propios esclavos...
A cambio de reconocer la independencia de Haití, la Corona Francesa negoció una indemnización de 150 millones de francos. Era una suma colosal en esa época -unos 15.000 millones de euros de hoy-, pero el joven Estado echó mano de sus exportaciones de azúcar y café para pagar su deuda hasta el último céntimo...
Han pasado más de dos siglos desde la proclamación de la independencia y no se puede seguir sosteniendo que la miseria en la que vive la inmensa mayoría de la población se debe a esa injusticia histórica. Las antiguas colonias españolas y portuguesas pasaron por un proceso similar, con el traslado de toneladas de oro y plata de América a las metrópolis, sin que eso sirva de argumento válido para explicar su situación actual.
Más allá de la historia, las razones del fracaso de Haití hay que buscarlas en el factor humano y, especialmente, en sus propias élites, que se dividen entre una clase política cleptocrática y un exilio confortablemente instalado en Estados Unidos, Francia y Canadá, donde vive la mayoría de los licenciados universitarios en todos los campos. Los dirigentes haitianos son los primeros culpables de la inestabilidad política que ha imperado desde la independencia. Todos los políticos quieren ser presidentes de la República y todos quieren enriquecerse a costa del Estado, como lo prueban los índices de corrupción publicados por varios organismos internacionales..